lunes, julio 28, 2008

ANTONIO MUÑOZ MOLINA:
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo, Fidel. Gabo viaja a La Habana y como es su costumbre se encuentra con su amigo Fidel, y también con otro amigo algo menos importante, Raúl, que sí necesita el apellido. Tanto García Márquez como Mauricio Vicent viven de un oficio inviable sin la libertad de expresión, pero en la crónica se sugiere como de pasada que para garantizar la intimidad del escritor los periódicos no están autorizados a informar de su presencia, de la que sólo se ha sabido por un artículo de Fidel. De Fidel Castro. Para qué van a hablar otros si ya está él para decir lo que conviene en un monólogo monstruoso de más de medio siglo. El escritor cuya sombra napoleónica cubre la extensión entera de la literatura de su país se encuentra con el tirano que lleva cincuenta años avasallando el suyo, y el hecho parece aceptarse con tanta normalidad como si se tratara de una reunión de viejos amigos. Al tirano octogenario le halaga que vayan a visitarlo intelectuales, los cuales siempre contarán después con admiración lo aficionado que es a la literatura, lo despierto que permanece a todo. Los intelectuales que rinden pleitesía al tirano y le llaman por su nombre de pila suelen venir de países democráticos en los que se declaran muy críticos contra el poder, pero se ve que para que tanta rebeldía se vuelva reverencia sólo hace falta que el poder sea absoluto. Cultivan una solidaridad abnegada, casi heroica, pero sólo con los verdugos, nunca con las víctimas, y tienen el corazón de hielo para los perseguidos que no se ajustan a su ortodoxia.
Bravo.